Un héroe que cuidaba cerdos

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Las grandes epopeyas nos trasladan hasta momentos y circunstancias muy singulares para la acción humana: aquellos donde se despliega, en toda su amplitud, la elevada condición de los héroes. La areté, la excelencia que caracteriza a los más célebres guerreros del mundo homérico, se presenta sustentada por tres sólidos fundamentos: nobleza (en su doble vertiente, ética y social), valor (superación del miedo primordial, el de la propia muerte), y un agudo sentido del honor (proyección pública de un obrar íntegro). No resulta difícil asumir, a la vista de tales cualidades, la consideración de Homero como «el primero y más grande creador y formador de la humanidad griega».

Así lo expresaba Werner Jaeger, quien dedicó los tres primeros capítulos de su monumental obra, Paideia: los ideales de la cultura griega, a desentrañar el modo en que tanto la Ilíada como la Odisea han contribuido a configurar elementos esenciales para la comprensión del mundo y del hombre en la antigua Grecia.Ya Aristóteles destacaba nuestro carácter emulador como herramienta esencial de aprendizaje. De ahí la importancia de activar la memoria del pasado legendario y la función ejemplar del relato: «el solo hecho de mantener, mediante el canto, viva la gloria, es ya, por sí, una acción educadora». Por supuesto, bajo el complejo proceso creador de ambos poemas, hasta el lector más ingenuo descubre que, cumplido ese primer cometido, las narraciones homéricas se adentran en una exploración de lo humano que va mucho más allá.

Príamo a los pies de Aquiles (J. Wencker)

Príamo a los pies de Aquiles (J. Wencker)

De este modo, el mundo bélico recogido por la Ilíada no se reduce a un hábil encadenamiento de aristeia o combates singulares, donde vemos brillar la fuerza y el valor de los guerreros más destacados. A través de un prodigioso ensamblaje de acciones, diálogos, descripciones y narraciones, Homero, quienquiera o quienesquiera que se cobijen bajo su nombre, va revelando una profunda indagación en torno a los conflictos y anhelos que rodean la vida: el orgullo y la cólera; la imbricación entre el destino, la acción divina, y la libertad; el amor y el odio; la admiración y la piedad; el dolor y la muerte. Todo ello tratado no de una manera abstracta, sino a través de la vivencia concreta de unos personajes (heroicos sí, pero mortales y bien conscientes de ello), mediante la recreación de un pasado lejano, rescatado de antiguas sagas, sobre el que no dejan de proyectarse cualidades del presente que procura aprehenderlo.

En la Odisea, al abandonar el escenario de la guerra, este detallado diagnóstico de lo humano adquiere nuevos rasgos y, en muchos sentidos, se amplía e intensifica. Del nutrido elenco de personajes con los que nos cruzamos al atravesar las páginas del poema, sin duda el viejo porquerizo, Eumeo, ocupa un lugar muy especial (solo comparable al de la anciana nodriza, Euriclea, y eso que Homero desconocía nuestras cuotas paritarias). Aquel hombre mayor, curtido en experiencias y sinsabores, ocupa casi el escalafón más bajo de los habitantes de Ítaca: es un siervo, vive en una cabaña a las afueras de la ciudad con apenas lo imprescindible. Su misión no puede resultar más humilde: se encarga de cebar y cuidar los cerdos de la casa real. De entrada, nos resultaría inimaginable que, en el mundo del ideal caballeresco propio de la epopeya, una figura de estas características pudiera merecer mayor atención. Sin embargo, desde la vuelta del héroe a su tierra, en el canto XV, Eumeo pasa a ocupar un primerísimo plano. Será él quien acoja y prodigue su hospitalidad a aquel harapiento mendigo recién llegado (disfraz bajo el que, astutamente y por obra de Atenea, se oculta el protagonista). Más tarde, al encarar ya los últimos cantos, acompañará a Odiseo y Telémaco, como leal «escudero», en una lucha encarnizada contra los pretendientes.

Los grandes relatos, como la vida, construyen relaciones donde brillan semejanzas y contrastes. Quienes pertenecen a la flor y nata social de la ciudad y de las pobalciones vecinas, representados de manera singular por el arrogante Antínoo, defraudan el ideal aristocrático que debería caracterizar su elevada posición. El esclavo, en cambio, muestra un señorío extraordinario. En el tablado social las apariencias disfrazan la realidad. En este sentido, la Odisea rompe con el discurso dominante (sin perdón por el anacronismo), muestra las debilidades del orden establecido (aunque no lo cuestiona), y sobre todo nos revela una gran verdad válida para cualquier tiempo y comunidad: no eres más por lo que posees o por la posición que ocupas, sino por quien realmente eres. Lo crucial no es tener, sino tenerse. A lo largo de sus intervenciones, el anciano porquero ha demostrado la auténtica riqueza de su personalidad. Con fuertes palabras, Jacinto y Pilar Choza se refieren a esa actitud acogedora que es lo primero que cautiva nuestro afecto por el personaje:

Le ofrece su hospitalidad, la hospitalidad de un criado, de un pobre. A menudo son los pobres los más hospitalarios, los más dispuestos a compartir. Tal vez porque no tienen nada, y cuando comparten, no pierden nada. Tal vez porque cualquier hombre se siente en comunión con cualquier otro cuando están reducidos a la condición de mera subsistencia. [Ulises, un arquetipo de la condición humana, 107]

RhapsodistLa belleza de una narración tan vasta y compleja se aprecia tanto en la fortísima cohesión del conjunto, como en el acabado trabajo de los detalles. Hay uno que, siendo mínimo, no habrá pasado inadvertido. Únicamente Eumeo es interpalado directamente por el narrador: sí, muchos siglos antes de la experimentación vanguardista, Homero ensaya el mal llamado relato en segunda persona; es decir, la interpelación explícita a un narratario que habita el interior de la historia. Invito a hacerse una idea del impacto que esta apelación podría tener en un recitado público del poema: «Y, entonces, tú, porquero Eumeo, le contestatsté irritado»; «y, tú, Eumeo, le contestaste diciendo»… El uso de la segunda persona genera, evidentemente, un acercamiento entre narrador y personaje; pero, además, facilita e incluso obliga a una cierta identificación entre los oyentes de la declamación y el personaje. Sí, Eumeo es uno de los nuestros. Un común entre los mortales, aparentemente alejado de las peripecias heroicas y, sin embargo, un modelo acabado de humanidad.

En 1942, el director de la Sinfónica de Cincinnati, E. Goossens encargó a Aaron Copland la composición de una fanfarria que acompañara el inicio de los conciertos de aquella temporada. Eran tiempos de confrontación mundial y Estados Unidos acababa de incorporarse a la batalla, en diciembre del 41. El gran compositor norteamericano ignoraba que aquella pieza se convertiría en una de sus obras más conocidas e interpretadas. Sin embargo tenía muy claro el espíritu y el objetivo de su composición: Fanfare for the Common Man. Al escucharla, uno no puede dejar de evocar el heroísmo de tantas personas anónimas que, sin presunción alguna, vivieron y viven comprometidos en la construcción de un mundo mejor. Son Eumeos de ayer y de mañana, también de hoy.

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