Estrenada en México este septiembre pasado, Los último cristeros es el segundo largometraje del joven director Matías Meyer (1979). La película está inspirada en la novela Rescoldo, de Antonio Estrada, conmovedor relato testimonial en que el autor narra la lucha agónica de su padre. El coronel cristero Florencio Estrada, fiel a sus ideales, reemprende un combate que lo conducirá a la muerte.
Se da la coincidencia de que su aparición ha sido casi simultánea a la de For Greater Glory, de tal forma que los acontecimientos históricos de la guerra cristera han recibido, en estrecha proximidad, una doble recreación cinematográfica, aunque desde ángulos bien diversos y, hasta cierto punto, antagónicos. Frente al casting de celebrities, el presupuesto astronómico, los deslumbrantes pasajes de acción bélica, la aspiración omnicomprensiva y el tono reivindicativo de la propuesta de Wright; Meyer, con un plantel de actores no profesionales y unos medios mucho más modestos, ha optado por la narración concentrada y una mirada que busca lo esencial: revelar o, más bien, sugerir la densa interioridad de unos personajes expuestos al límite, por mantenerse leales a su compromiso. La cinta ha recibido ya importantes reconocimientos nacionales e internacionales y cuenta con 8 nominaciones a los premios Ariel (los «Goya» mexicanos), que se fallarán el próximo 28 de mayo.
El arduo camino del sacrificio
Ocurre pocas veces, por eso cuando llega, no se puede sino reconocerlo. Me refiero a ese fenómeno, tan difícilmente explicable, que acontece cuando una obra artística, un texto, una situación producen en quien los recibe o percibe la impresión de un sacudimiento interior, la certeza de que, de un modo único y hasta extraño, se ha podido acceder a una verdad que se impone. Puedo asegurar que esta es la sensación que he tenido tras la hora y media de acompañar al coronel Estrada y su exigua tropa en un peregrinaje ciertamente espiritual, por esa sierra tan hermosa como adusta, escenario imponente de su sacrificio. Del negro total sobre el que se desliza la voz del recuerdo, en el inicio (la antigua grabación en la que un testigo lee el bando con el decreto de Calles)…; al negro último, en que se resuelve el cuadro de un baño bautismal, dejando espacio a la voz interior del espectador.
Cuando hace casi tres años, tuve la suerte de presentar en la sede de la Embajada de México la edición española de Rescoldo, vinieron a mi memoria unas palabras de Kafka, en carta dirigida a su amigo Oskar Pollak. Ellas expresan, de forma mucho más rotunda y rica, lo que acabo de enunciar. Las usé, entonces, porque me parecía que se acomodaban muy bien a la fuerza que caracteriza tanto la historia de Estrada como el modo en que está narrada. Las vuelvo a citar hoy, al comentar la película, por idéntico motivo:
En general creo que solo debemos leer libros que nos muerdan y nos arañen. […] Lo que necesitamos son libros que nos golpeen como una desgracia dolorosa, como la muerte de alguien a quien queríamos más que a nosotros mismos, libros que nos hagan sentirnos desterrados a las junglas más remotas, lejos de toda presencia humana, algo semejante al suicidio. Un libro debe ser el hacha que quiebre el mar helado dentro de nosotros. Eso es lo que creo.
No esperen balaceras, ni grandes combates. Aquí no encontrarán grandilocuentes arengas, ni acaloradas disputas, ni sutiles argumentaciones. No se recrea el horror, aunque el hambre, el dolor, la angustia y la muerte planean, con una presencia conscientemente refrenada. ¿Es que no hay acción? Sí y mucha, pero de otra forma: se trata de vivir, sobrevivir más bien, y andar un camino que, se intuye, conduce hasta la muerte. Ya el tiempo está vencido, por eso el tempo de la película nos introduce en una dimensión especial que abarca varias y ricas direcciones. Acude Rulfo, como una resonancia que la cinta de Meyer evocara: Ahora que sabía bien a bien que lo iban a matar, le habían entrado unas ganas tan grandes de vivir como sólo las puede sentir un recién resucitado. Así el espectador; tal vez los personajes. Comer, beber, fumar, rezar, mirar… y seguir andando adquieren una intensidad que habitualmente se nos escapa.
La última brasa
¿Pero quiénes son estos hombres? ¿Por qué luchan? ¿Qué esperan? Al partir de la novela y trasladar su trama al lenguaje cinematográfico, los guionistas han obrado un proceso de esencialización: se ha eliminado buena parte de las pequeñas historias y anécdotas que contiene el texto de Estrada, para quedarse únicamente con su tramo final y concentrar la atención en ese último despojamiento, que es, al mismo tiempo, una postrera afirmación. La obra, no obstante, ofrece al espectador el marco mínimo para dar respuesta a tales preguntas y situar hechos y personajes. Ya hicimos referencia a cómo el motivo de su levantamiento queda expuesto en la grabación que preludia a los primeros fotogramas. Mediante las idas y venidas de «El Tejón», quien ejerce la función de correo, nos enteramos de la nueva oferta de amnistía por parte del gobierno, de su rechazo, de la búsqueda infructuosa de apoyo y armamento…
Los escasos diálogos, donde las palabras son las precisas para decir aquello que se lleva muy adentro, nos permiten conocer en parte su mundo: el poderoso vínculo que los hermana, el afecto y la preocupación por sus familias, la confianza en el coronel, sus dudas y temores, la tentación del abandono, la contundencia de su fe. También se perfilan sus diferencias, ricas, hábilmente contrastadas: la inocencia joven que aun se aterroriza ante la visión de la muerte violenta, la sabiduría del anciano que se sabe poseedor de la experiencia, la vacilación razonada del compadre y la fortaleza casi pétrea del coronel; casi, porque uno adivina el océano de sentimientos que sus silencios prolongados contienen.
Son lo que queda de lo que pudo ser. Se habían levantado en armas en el 26, las depusieron tres años después, fiados de las promesas gubernamentales. No se respetó la amnistía y, como en un macabro goteo, los fueron eliminando sistemáticamente. Tampoco respetaron sus creencias. Así que volvieron a la sierra… y a las armas. Pero ahora ya eran pocos y no contaban ni siquiera con el apoyo de quienes, otrora, habían encendido sus ánimos. La jerarquía eclesiástica les dio la espalda. Y cada vez eran menos y cada vez, más acorralados:
Los cristeros sólo eran lobos marcados con una cruz en la enanca; y aquella serranía de 300 kilómetros a la redonda, un corral donde tenían que dar vueltas y más vueltas. […] Eran lobos marcados y sin uñas ni colmillos. Eran lobos sonámbulos vagando de espinazo en espinazo. A la distancia, su silueta se achicaba tanto, que parecían una hilera de asquiles cargando palitos.
Estrada lo cuenta con palabras. Meyer les puso imagen.
Una pedagogía de la mirada
La cámara los sigue y, con ella, nosotros. Resulta abrumadoramente bello el protagonismo que se le ha concedido al espacio. Y es esta otra traslación prodigiosa de la novela a la pantalla. En efecto, uno de los aspectos que sobresalen en Rescoldo es la facilidad casi plástica con la que el narrador transporta al lector hasta el espacio vivo, e intensamente vivido, de aquella cordillera. La fotografía de Los últimos cristeros ha sabido captar esta dimensión del texto y hacerla propia. Las escenas se rodaron en diversas localizaciones ubicadas en la Sierra del Laurel, situada entre Villa Hidalgo (en la zona Norte de Los Altos, Jalisco) y Calvillo (Aguascalientes). Podemos apreciar la riqueza de su flora, sentir temblar la hierba al paso, recorrer los caminos ya transitados, masticar el polvo, y hasta escuchar el aire de la tarde o adormecernos entre los zumbidos de insectos desconocidos. A veces el foco se abre en verdaderos cuadros panorámicos, que dejan ver la presencia de los riscos como gigantes testigos del drama. Imagen y sonido ambiente se combinan para dejar oír el pulso latente del monumental marco natural. Parece, así, que los sabios consejos de Tarkovsky se hicieran celuloide: En el fondo yo tiendo a pensar que el mundo ya suena de por sí muy bien y que el cine en realidad no necesita música.
En ocasiones, la cámara se mueve con los personajes y consigue que, por un momento, nos transformemos en un miembro más de la comitiva. En ese proceso de aproximación, llegamos a mirar desde los mismos ojos del coronel, a través de sus prismáticos, para sentir esa dialéctica del apego y la renuncia, del arraigo y el despojo. Tiempo y espacio van de la mano. El día y la noche: la aparición de la luz; la siesta amodorrada bajo el sol cenital; el calor de las brasas en una noche fría, propicia para la contemplación de un firmamento pleno de estrellas (emblema de nuestra poquedad). La luna en creciente, blanco sobre negro, es un leitmotiv elocuente, como una novia hermosísima que se aproxima, ya, inexorable: el coronel le canta, enamorado.
Es muy difícil recrear, como aquí se consigue, el empuje desatado de las fuerzas naturales durante una tormenta (proyección también de los encontrados pensamientos que abruman a los personajes), o transmitir la alegría vivificadora que puede llegar a producir el encuentro con el agua, cuando se han andado jornadas de sudor, sequedad y desaliento. Los sentidos simbólicos de todas estas realidades, su riqueza semántica, emanan de ellas mismas, solo hace falta saberlas mirar. La película ejerce sobre el espectador una sabia pedagogía que apunta en esta dirección. Del mismo modo ocurre con los personajes. Parece mentira que se trate de actores no profesionales: gente de la región, gente del campo, que nunca antes había hecho algo parecido. Soportan primeros planos eternos, en que la cámara cincela verdaderas esculturas. Ahí están, encarnando la historia de alguno de sus antepasados.
Conforme avanza la película, uno descubre en el coronel evidentes ecos cristológicos. Pero de nuevo, es como si emergieran de forma natural de su misma historia, de su presencia, de su integridad. Al fin y al cabo, para el cristiano, la vida también es una senda angosta, por la que hay que transitar. Es la imitatio Christi, con su particular Vía crucis. Singular, porque Florencio no es el hombre-Dios, por eso insiste en la necesidad de purificarse y se interroga por el sentido de todo aquello. Ignoramos tantas cosas: Esto que hacemos no es un robo, no es una venganza por lo que nos han hecho. Porque no conocemos la verdad. Vemos blanco, lo que es rojo. Y vemos rojo, lo que es blanco, les dice a sus hombres. Pero sabe que su causa es justa. Asume que ya no hay vuelta atrás y que no queda más sendero que aquel que les lleva a la muerte.
La despedida
La penúltima estación del camino nos deja algunas de las escenas más hermosas: es el reencuentro con los suyos (su mujer, doña Lola, y sus hijos), y la despedida. El aprendizaje de la contemplación trae, como consecuencia, la valoración de los silencios: comenzar a discernir su sentido y significación. Frente a la desbordada palabrería y el exceso gestual, que frecuentemente son la máscara de la vacuidad, estos pasajes subrayan la condensada verdad que se contiene en una mirada, en el simple estar con sinceridad plena frente a quien se ama. El detalle más mínimo basta para transmitirlo todo, para saber que se sabe. Doña Lola se percata de la situación, asume y acoge el sacrificio, con entereza pero también con el dolor de quien es plenamente consciente. Como el coronel.
Y cuando todo está dicho, no hace falta añadir más. Por eso, el final de la película nos deja en el aire, como suspendidos. Ya he aludido a la última secuencia: una vez producida la tremenda separación, Estrada y sus compañeros descienden hasta el lecho del río. Es una reunión amorosa con el agua y con la vida. Un momento de paz y de abandono. Casi desnudos, los personajes reposan sobre las rocas. Es el tiempo de descanso que antecede a… Silencio. La película concluye y cede absoluto protagonismo al propio espectador.
Como ya habrán intuido, Los últimos cristeros no responde a los criterios de lo que se suele denominar cine comercial. Sin embargo, lo cierto es que cuando ha viajado hasta poblaciones más pequeñas o se ha proyectado entre un público que algunos podrían considerar más popular o menos letrado, ha sido acogida con verdadera emoción. Quiero concluir precisamente partiendo de este hecho. El arte auténtico es aquel que tiende puentes para llegar hasta verdades primordiales, puentes que, como decía Tarkovski, únicamente requieren de una predisposición fundamental: Para percibir el arte hace falta muy poco: basta tener un alma despierta, sensible, abierta a lo bello y lo bueno, capaz de un vivencia estética inmediata.
La película de Matías Meyer constituye un vehículo de excepción para ejercitar esta facultad y quizás, también, para despertarla, si es que yace adormilada entre tanto ruido.
Excelente artículo, me ha llamado la atención cómo titulas el segundo apartado «pedagogía de la mirada», pocas veces abordamos desde éste enfoque nuestra experiencia frente al cine.
¡Gracias por tus palabras, Sandra, aunque lo verdaderamente excelente es la película! En cuanto a lo que señalas sobre el apartado dedicado a la mirada: es cierto que, en nuestra experiencia común como espectadores, le prestamos poca atención. Por eso mismo, creo que es uno de los grandes aciertos de esta obra: de alguna manera, es como si nos «empujara» a percatarnos de ello. Gracias de nuevo.
Pingback: Como quien va al matadero: Los últimos cristeros, de Matías Meyer | Blog de Ediciones Encuentro
No quiero parecer demasiado condescendiente, pero me ha encantado este blog.
Muchísimas gracias. Espero actualizarlo más a menudo.
Hace apenas un mes murió mi suegro a los 93 años, a el le tocó vivir de primera mano la lucha crisitera, siendo apenas un niño, por ello toda su vida se reivindico como cristero. La bandera de la Guardia nacional cristera reposaba sobre su ataud, al momento que los recuerdos se arremolinaban en ni cabeza. Don Longino, mi tío abuelo, fue combatiente y murió durante la cristiada, en mi casa se hablaba todo el tiempo de su martirio, el iba a la guerra con plena conciencia de que iba al matadero, pero con la plena convicción de que moría por su causa y que esta era justa. Don Felix, mi suegro, dedico su vida a la continuación de la causa, sus hijos tomaron la suya, desde distintas trincheras, pero siempre tomando acción.
Hubo muchos que en aquel entonces fueron solo exportadores y por tanto engendraron solo espectadores, hoy pareciera que la realidad genera más espectadores que en ningún otro tiempo. Don Felix hablaba y argumentaba poco, pero su expresión y su cuerpo al platicar lo decían todo. A don Longino solo lo conocí a través de mi abuela, su hermana y en ella hablaba con la elocuencia de quien estaba convencida que vivieron una guerra santa y que su hermano fue parte de ella.
Perdón por la disertación, solo es que tanto el articulo como el haber visto la película me llevó a recuperar la memoria que me habita, por haber nacido en esta tierra y aunque citadino, por haber vivido con lo protagonistas de esa guerra tan incomprensible, pero que a la vez tiene su origen desde la fe y desde la barbarie humana.
Sin duda los actores de la región guardan una memoria que va mas allá de lo que pueden expresar quienes están lejos de una relación tan estrecha con los hechos cristeros.
Gracias por provocar esta evocación.