El ejercicio del poder entraña una grave responsabilidad cuando quien lo detenta posee una clara conciencia de su sentido último. Llevar las riendas de cualquier organización humana, más aún de todo un pueblo, supone una continua toma de decisiones en las que debe prevalecer la búsqueda del bien común: en este caso, la prosperidad de la ciudad, que únicamente puede cimentarse sobre el imperio de lo justo.
Al asumir el trono de Tebas, tras los luctuosos acontecimientos vividos durante el reinado de Edipo y sus sucesores, superada la angustia generada por la amenazante presencia del ejército argivo, Creonte se presenta públicamente como legítimo heredero de la corona. Asimismo, manifiesta, en este primer discurso al consejo de ancianos (el coro), el firme propósito de desempeñar tan alta dignidad conforme a un riguroso sentido del deber. Su primera acción de gobierno, el decreto por el que ordena tributar todos los honores a Eteocles y prohíbe dar sepultura al traidor Polinice, es expuesta como la lógica aplicación de tan elevados y sólidos principios.
El gobernante ideal
Con la intervención de Creonte, Sófocles lega a la posteridad un muy elevado sentido de la responsabilidad para todo aquel que pretenda desempeñar tareas de gobierno. Una frase, tan breve como rotunda, entraña una verdad que valdría la pena retener en la memoria: “imposible conocer el alma, los sentimientos y el pensamiento de ningún hombre hasta que no se le haya visto en la aplicación de las leyes y en el ejercicio del poder”.
Renunciar a los intereses particulares y abominar de los favoritismos para entregarse por entero al servicio del bien público parece ser la estricta regla ante la que ha de responder el buen gobernante. El rigor con el que Creonte asume el mando queda bien reflejado en la firmeza de sus expresiones: tacha de “despreciable” a quien no obre de esa manera, hace elevados votos a Zeus para que atienda sus palabras. Adverbios tan definitivos como “nunca” o “jamás” dan buena fe de lo resolutivo de su ánimo.
Fortaleza y debilidad
Intachable parece ser la disposición del monarca. Lo trágicamente irónico, como tantas veces en la producción de Sófocles, es que ahí donde reside la heroicidad del personaje se abre también la vía hacia el abismo que lo abocará a la catástrofe. Nuestra mayor virtud está relacionada con nuestro mayor defecto. La inflexibilidad con que abraza un ideal tan elevado de gobierno (algo que bien desearíamos frente a las frecuentes corrupciones del poder), será la misma que lo mantenga pertinazmente inamovible en su decisión.
Esta es, ya se indicó, su primera acción como soberano y, además de enunciarla con toda solemnidad, la presenta como concreción palmaria del modelo de gobernante que acaba de esbozar: quiere dejar bien claro que se trata de un acto de justicia, en el que ha puesto al margen sus sentimientos como familiar próximo del traidor Polinices: “Tal es mi decisión; pues nunca los malvados obtendrán de mí estimación mayor que los hombres de bien”. De nuevo asoma lo rotundo del personaje, del mismo modo que puede percibirse su indignación y desprecio en la forma con que prescribe el destino final del cadáver: “¡Que se le deje insepulto, y que su cuerpo quede expuesto ignominiosamente para que sirva de pasto a la voracidad de las aves y de los perros!”. Ante el enemigo público, ante el que olvidó sus deberes como ciudadano hasta el extremo de estar a punto de desencadenar una matanza y entregar Tebas a sus enemigos, no cabe, no puede caber, ningún sentimiento humanitario.
La polémica servida
El mandato de Creonte contiene un fondo controvertido. Habrá que esperar a que vuelva Antígona a escena para que el espectador encuentre argumentos que pongan en tela de juicio lo acertado del edicto. ¿Debe tratarse con humanidad a quien llevó a cabo una acción criminal de ese calibre? ¿Tiene derecho el Estado a traspasar el umbral de normas sagradas por defender la “salud” de su ciudadanía?
De momento, el coro asiente y lo hace con una frase que no puede pasar desapercibida ante el lector, pues en ella parece cifrarse la esencia de todo poder que se pretende absoluto: “Eres dueño de hacer prevalecer tu voluntad, tanto sobre los que han muerto como sobre los que vivimos”.
Pero algo chirría en tal asentimiento y Creonte, que demuestra una hipersensibilidad ante cualquier cuestionamiento de su autoridad, pretende reforzar la respuesta… y fracasa: “Encarga de esta comisión a otros más jóvenes que nosotros”.
The show must go on
Se cierra la escena con la llegada de uno de los guardias. Pronto certificaremos lo que ya temíamos: la norma ha sido transgredida, y el espectador no tiene ninguna duda sobre quién lo ha hecho. El pasaje ha colocado ante nuestros ojos el profundo drama de Creonte. Con su discurso inaugural de gobierno, el personaje ha puesto en evidencia su nobleza, sus argumentos… y también sus debilidades. Si el prólogo sirvió para retratar el carácter de Antígona, este episodio ha hecho emerger a su contra-parte: Creonte, empujado a ejercitar un poder cuya responsabilidad conoce y cuya fragilidad le hace adoptar una actitud defensiva desde el comienzo mismo de su reinado.
El conflicto está servido, el debate abierto, y parece imposible poder escapar a la exigencia de tener que tomar partido en una u otra dirección. Aunque esta se hará aún más inexcusable ante el inminente choque que enfrentará a ambos personajes.